El aspecto nauseabundo del gigante que traspasó el umbral de la puerta del
comedor se acentuaba por la creciente mancha húmeda que abarcaba casi toda la
camisa que, por la pequeña área seca del hombro, sabía que era color turquesa.
Mis ojos no podían apartarse de ese azul acentuado por el sudor que seguramente
se liberaba por todo su ser pero insistía en manifestarse con total desenfado
desde las axilas peludas –así las imaginaba– de ese hombre que encontró
discreto consuelo bajo el abanico que giraba más lentamente de lo deseado sobre
la única mesa vacía de La isla azul, así se llamaba ese lugar al que mamá me
invitó a comer esa tarde, nuestra segunda tarde en esa ciudad fronteriza del
otro lado.
La odié por el limitado presupuesto que la obligó a elegir semejante lugar,
la odié por no protegerme de semejante espectáculo, la odié porque moría de
ganas de comer una hamburguesa, como la del día anterior y por habernos alojado
en el hotel Laredo, cuyas escaleras de madera pintadas de rojo me parecían
interminables cuando regresamos cansadas y sin ganas de dar un paso más. La
odié por no preferir el Hamilton, como lo hicimos dos años atrás, cuando
vinimos con papá, ése sí que es un hotel para descansar y pasarla bomba, con elevador,
aire acondicionado, tele en el cuarto y baño con tina.
Ni las redes ni conchitas que colgaban del techo lograban distraer mi mirada, que insistente, se dirigió hacia ese asqueroso tipo. Parecía sacado de
una historia de terror. Además de su apariencia descuidada era ruidoso,
desconocía todo lo relacionado con buenos modales y, por supuesto, comía con la
boca abierta, resollando, como si le faltara el aire. Vació en un segundo el
vaso de agua helada que la mesera puso frente a él y exigió, en inglés, una
jarra de agua con hielo. Pese al terror y asco que me provocaba era imposible
dejar de observarlo. Le faltaban las muelas y un canino del lado superior
derecho, los dientes superiores eran enormes. Tenía una fea cicatriz que le
partía en dos la ceja izquierda, me pregunto si habrá peleado con un diestro,
aunque por el tamaño de las manazas y su aspecto siniestro probablemente su
contrincante habrá quedado peor. El cabello lacio y de un rubio quemado al sol
contrastaba con el rostro sonrojado y los ojos verdes. Después de dos vasos de
agua sorbía escandalosamente un tazón de sopa, mientras comentaba cosas en espanglish con los
comensales de la mesa del rincón.
Mi sopa se enfriaba sin probarla, ¿quién podría comer frente a ese hombretón que dejaba correr libremente el caudal de sudor que se originaba en la cabeza y
la frente y caía en el plato?
Mamá, tan quitada de la pena comía con gusto, llevando poca sopa a la boca,
masticando rítmicamente las verduras. Ella estaba de espaldas y ni siquiera
advirtió la entrada del tipo y tampoco le molestaban los gritos entre
comensales. Pensé proponerle cambiar de lugar pero reprimí la idea, no sería
justo que también a ella se le desvaneciera el apetito.
Verla comer era agradable, lo hace discretamente sin ruido ni voracidad,
disfruta cada bocado. Las dos estábamos acaloradas y cansadas, creo que cuando
La isla azul estuvo frente a nosotras más que el precio bajo de la comida
casera y que el menú estuviera también en español encontrar un refugio fue lo
que persuadió a mi madre a entrar en el establecimiento que nos recibió con el
aire fresco de los abanicos del techo, ventiladores verticales colocados en cuatro
rincones y los vasos de agua helada que apenas uno entra llegan a la mesa para
alivio de quienes están a unos pasos de la deshidratación.
Ya no odiaba a mi madre. Al contrario. En ese momento sentí enorme ternura
y admiración por su entereza, por su temple. No hablábamos sino lo
indispensable mientras comíamos. Ahora que lo pienso bien no hablábamos casi
nunca. Ella daba órdenes, de manera sutil, yo obedecía. ¿De qué habríamos
platicado? ¿De qué podría hablar una madre viuda de cuarenta con una hija huérfana
de padre de diez? Por supuesto que no del gigante rubio que seguía transpirando
a chorros mientras engullía lo que le ponían enfrente y que, ahora que lo
pienso, no era tan monstruoso físicamente, salvo por el hecho de que sazonaba
sus platillos con el sudor de su frente. Después de todo solamente la genética
es responsable de la forma de
transpirar, de manera que él no era culpable y seguramente también le
desagradaba sudar como lo hacía pero sin duda había aprendido a vivir con
semejante condición sin que le importara un comino lo que pensaran los demás y
mucho menos una mocosa de diez años.
Mamá y yo casi no hablábamos más allá de lo indispensable. Siempre
consideré que así son las cosas, los adultos que conozco no tienen mucho de qué
hablar con sus hijos; algunos ni tiempo. En alguna ocasión hice una lista de
las cosas que me habría gustado preguntarle a mi papá cuando viajábamos en el
auto, del tipo “¿por qué los pelos de las cejas y las pestañas no crecen sin
parar como los de los bigotes y las barbas? El calor abrasador habría sido un
buen tema, por lo menos para la sobremesa, pero una vez que terminamos de comer
–porque al final terminé comiendo, pues sabía que si me mostraba remilgosa
pagaría con hambre el resto del día–, mamá pagó y salimos de La isla azul para
reiniciar nuestro trayecto a cuarenta grados.
Apenas habíamos dado unos pasos cuando un grito de mamá me paralizó. Había
dejado en La isla azul la bolsa con las compras del día. Regresé de prisa,
entré al restaurante y tomé la bolsa. Nadie había notado que estaba debajo de
la mesa. Al salir, casi choco con el gigante sudoroso de la camisa azul, quien
detuvo la puerta para que yo pasara e hizo una reverencia a manera de saludo.
No tuve más remedio que agradecer su amabilidad.
Mamá lo vio. “Qué señor tan educado” –dijo y emprendió el camino.