De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


viernes, 30 de octubre de 2015

¿Quién se ríe de quién?

Calaveritas para la ofrenda (Foto en Museo de Culturas Populares, Coyoacán)

¿Quién se ríe de quién?

‒¿Por qué te empeñas en ignorarme? Mírame bien. Estoy a punto de cumplir un siglo. Contesta, Flaca, no finjas sordera, siento cada vez más cercana tu gélida presencia. ‒Micaela sostiene su acostumbrado y acalorado soliloquio nocturno, tras asegurarse de que nadie la oye, no vayan a tacharla de loca‒. Pensarás que a cien años de andar por estos lares me siento inmortal, que no deseo irme. Gracias, pero ya fue suficiente. Apiádate de mí. Te burlaste de mí cuando me arrebataste a Juanito, al llevártelo la noche en que nació. Te supliqué que me eligieras, pero no, cómo ibas a escuchar a una mocosa de 15 años. Te maldije, como lo he hecho cada vez que tu guadaña diezma a los míos.

‒Desde hace muchos años la parentela que me queda me visita sólo para mi cumpleaños y de paso ayudar a montar la ofrenda. Cada año creen que será la última. Pero mi Benjamín les ha advertido que al paso que vamos ellos colgarán primero los tenis. Me parece oírlos hablar hasta por los dedos mientras preparan platillos tradicionales y de moda, dispuestos a satisfacer gustos y gula, no tanto de los homenajeados, que gozarán con la vista y el olfato cada vianda, sino de los vivos, que lo harán con todos los sentidos.

‒Las ofrendas en tu honor han sido efímeras obras de arte ataviadas con cartas, fotos, libros, discos, juguetes y objetos personales que alimentan el espíritu aquí y allá.

Micaela camina a lo largo y ancho del dormitorio durante su recapitulación. Se detiene para poner un disco. Las llamas de las velas bailan, se asoma a la ventana y advierte que el papel picado de la ofrenda sigue el ritmo de la canción. ‒¿La reconoces? Es Azul, de Lara. Me la cantaba Juan. Sí, mi matrimonio fue arreglado pero de veras que lo amé, era tan fuerte. Siempre me pareció ridículo que la tifoidea lo hubiera vencido a sus 25 años.

‒Es una suerte de ironía haber nacido el 2 de noviembre. Entonces el país estaba inmerso en revueltas, traiciones, hambre, ignorancia, muerte, desapariciones, incertidumbre... «Eso no ha cambiado», dirás. Con todo, mis padres se ufanaban de la cosecha de ese año. Mamá, embriagada por la euforia de que por fin se le había logrado un hijo, bueno, hija, te propuso un pacto, «Parca Buena», te llamó. Prometió que levantaríamos cada año de mi vida una gran ofrenda, siempre y cuando no me tocaras. «¡Ay, madre, qué andas prometiendo!», le reclamaba. He honrado su palabra, pero para la de este año no he movido un dedo, por más que siempre me ha fascinado arropar con las hojas de maíz tamales de diversas salsas y rellenos: rojos, verdes, de mole, chipilín, de dulce. Adoro el aroma del piloncillo hirviendo en cazos de cobre, cuya miel lo mismo sirve para disminuir el picor de los jalapeños rellenos de queso, picadillo y minilla, que para la calabaza en tacha y los buñuelos. Me encanta participar en el alegre comadreo de la gente de la cooperativa cuando prepara guisos de nopales y quelites, arroz, romeritos, pollo en pipián y tortillas, mientras bebemos un traguito de tequila, del que robamos a los difuntos.

‒Pétalos de flores son esparcidos sobre las mesas y el camino que los difuntos recorrerán. Cómo le gustaba a Antonio regalarme flores; era tan detallista como idealista. No percibió el peligro de que la ciudad se devorara estas tierras, que defendió con su vida.

Nunca faltan las calaveras de azúcar, amaranto y chocolate. Los artesanos te representan festiva. La gente cree que comemos calaveritas porque nos reímos de la Muerte pero eso es absurdo ¿cuándo has visto reír a quien le arrebatas a un ser amado?

‒Dicen que las coronas de chile y sal alejan a los malos espíritus; debería haberlas tenido cuando Manuel aceptó a su mejor amigo en la cooperativa. Yo sabía que no era de confiar. No me escuchó. «Solo los amigos traicionan, mi vida, perdóname», alcanzó a decir poco antes de morir. Por suerte los demás cooperativistas no dejaron que el pillo se saliera con la suya y aquí seguimos, cuidando la milpa, aprendiendo y enseñando a los jóvenes.

‒Pero basta de parloteo. Esta noche debo confesarte algo, amiga Catrina ‒se detiene y susurra angustiada‒: me preocupa el rencuentro con quienes se me adelantaron. Muchos murieron sin conocer qué había más allá de estas tierras, sin imaginar inventos maravillosos; sin el alivio de los antibióticos; sin gozar de la palabra escrita. Y hubo quien se fue sin disfrutar el amor, ni siquiera el maternal. ¿Quién reconocerá a esta vieja seca como pasa, más o menos lúcida y con memoria de elefante? ¿Qué voy a hacer cuando llegue a la región de la «vida» eterna? Dicen que nos reímos de ti, pero realmente quien se burla eres tú. Carcajéate ahora que sepas a qué le temo aún más: al rencuentro con mis tres difuntos maridos, padres de mis hijos. ¿Qué voy a hacer cuando esté frente a esos santos varones, a quienes juré amor eterno? Me aterra pensar que al traspasar la última frontera te cobres el pacto. Me da miedo volver a perderlos y quedar sola, otra vez y para siempre.

miércoles, 21 de enero de 2015

La isla azul

El aspecto nauseabundo del gigante que traspasó el umbral de la puerta del comedor se acentuaba por la creciente mancha húmeda que abarcaba casi toda la camisa que, por la pequeña área seca del hombro, sabía que era color turquesa. Mis ojos no podían apartarse de ese azul acentuado por el sudor que seguramente se liberaba por todo su ser pero insistía en manifestarse con total desenfado desde las axilas peludas –así las imaginaba– de ese hombre que encontró discreto consuelo bajo el abanico que giraba más lentamente de lo deseado sobre la única mesa vacía de La isla azul, así se llamaba ese lugar al que mamá me invitó a comer esa tarde, nuestra segunda tarde en esa ciudad fronteriza del otro lado.

La odié por el limitado presupuesto que la obligó a elegir semejante lugar, la odié por no protegerme de semejante espectáculo, la odié porque moría de ganas de comer una hamburguesa, como la del día anterior y por habernos alojado en el hotel Laredo, cuyas escaleras de madera pintadas de rojo me parecían interminables cuando regresamos cansadas y sin ganas de dar un paso más. La odié por no preferir el Hamilton, como lo hicimos dos años atrás, cuando vinimos con papá, ése sí que es un hotel para descansar y pasarla bomba, con elevador, aire acondicionado, tele en el cuarto y baño con tina.

Ni las redes ni conchitas que colgaban del techo lograban distraer mi mirada, que insistente, se dirigió hacia ese asqueroso tipo. Parecía sacado de una historia de terror. Además de su apariencia descuidada era ruidoso, desconocía todo lo relacionado con buenos modales y, por supuesto, comía con la boca abierta, resollando, como si le faltara el aire. Vació en un segundo el vaso de agua helada que la mesera puso frente a él y exigió, en inglés, una jarra de agua con hielo. Pese al terror y asco que me provocaba era imposible dejar de observarlo. Le faltaban las muelas y un canino del lado superior derecho, los dientes superiores eran enormes. Tenía una fea cicatriz que le partía en dos la ceja izquierda, me pregunto si habrá peleado con un diestro, aunque por el tamaño de las manazas y su aspecto siniestro probablemente su contrincante habrá quedado peor. El cabello lacio y de un rubio quemado al sol contrastaba con el rostro sonrojado y los ojos verdes. Después de dos vasos de agua sorbía escandalosamente un tazón de sopa, mientras comentaba cosas en espanglish con los comensales de la mesa del rincón.

Mi sopa se enfriaba sin probarla, ¿quién podría comer frente a ese hombretón que dejaba correr libremente el caudal de sudor que se originaba en la cabeza y la frente y caía en el plato?

Mamá, tan quitada de la pena comía con gusto, llevando poca sopa a la boca, masticando rítmicamente las verduras. Ella estaba de espaldas y ni siquiera advirtió la entrada del tipo y tampoco le molestaban los gritos entre comensales. Pensé proponerle cambiar de lugar pero reprimí la idea, no sería justo que también a ella se le desvaneciera el apetito.

Verla comer era agradable, lo hace discretamente sin ruido ni voracidad, disfruta cada bocado. Las dos estábamos acaloradas y cansadas, creo que cuando La isla azul estuvo frente a nosotras más que el precio bajo de la comida casera y que el menú estuviera también en español encontrar un refugio fue lo que persuadió a mi madre a entrar en el establecimiento que nos recibió con el aire fresco de los abanicos del techo, ventiladores verticales colocados en cuatro rincones y los vasos de agua helada que apenas uno entra llegan a la mesa para alivio de quienes están a unos pasos de la deshidratación.

Ya no odiaba a mi madre. Al contrario. En ese momento sentí enorme ternura y admiración por su entereza, por su temple. No hablábamos sino lo indispensable mientras comíamos. Ahora que lo pienso bien no hablábamos casi nunca. Ella daba órdenes, de manera sutil, yo obedecía. ¿De qué habríamos platicado? ¿De qué podría hablar una madre viuda de cuarenta con una hija huérfana de padre de diez? Por supuesto que no del gigante rubio que seguía transpirando a chorros mientras engullía lo que le ponían enfrente y que, ahora que lo pienso, no era tan monstruoso físicamente, salvo por el hecho de que sazonaba sus platillos con el sudor de su frente. Después de todo solamente la genética es responsable de la forma de transpirar, de manera que él no era culpable y seguramente también le desagradaba sudar como lo hacía pero sin duda había aprendido a vivir con semejante condición sin que le importara un comino lo que pensaran los demás y mucho menos una mocosa de diez años.

Mamá y yo casi no hablábamos más allá de lo indispensable. Siempre consideré que así son las cosas, los adultos que conozco no tienen mucho de qué hablar con sus hijos; algunos ni tiempo. En alguna ocasión hice una lista de las cosas que me habría gustado preguntarle a mi papá cuando viajábamos en el auto, del tipo “¿por qué los pelos de las cejas y las pestañas no crecen sin parar como los de los bigotes y las barbas? El calor abrasador habría sido un buen tema, por lo menos para la sobremesa, pero una vez que terminamos de comer –porque al final terminé comiendo, pues sabía que si me mostraba remilgosa pagaría con hambre el resto del día–, mamá pagó y salimos de La isla azul para reiniciar nuestro trayecto a cuarenta grados.

Apenas habíamos dado unos pasos cuando un grito de mamá me paralizó. Había dejado en La isla azul la bolsa con las compras del día. Regresé de prisa, entré al restaurante y tomé la bolsa. Nadie había notado que estaba debajo de la mesa. Al salir, casi choco con el gigante sudoroso de la camisa azul, quien detuvo la puerta para que yo pasara e hizo una reverencia a manera de saludo. No tuve más remedio que agradecer su amabilidad.


Mamá lo vio. “Qué señor tan educado” –dijo y emprendió el camino.


jueves, 10 de enero de 2013

Respetable


Traje sastre, tacones altos, maquillaje y peinado impecables la hacen lucir y sentirse respetable. El iPhone le da aire de ejecutiva, de profesional exitosa.

Hace equilibrio en un vagón del metro. Vocifera sobre el tráfico, explica a su interlocutor que dejó el auto cerca del metro porque estaba atrapada en un gigantesco estacionamiento. Grita instrucciones, cancela citas, se muestra remilgosa para elegir restaurantes...

Los pasajeros callan a su alrededor.

Llega a su destino, empuja a mujeres y hombres. Nadie se atreve a reclamar.

Aborda el tren de regreso.

Representa nuevamente la escena, así lo hace de lunes a viernes desde que quedó desempleada.

martes, 21 de agosto de 2012

Ridículamente joven. Relato dedicado a #YoSoy132

Invierno. Antología de Cuento Breve,
Serial Estaciones
México, Benma Grupo Editorial, 2012
 
Ridículamente joven
María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Dedicado a #YoSoy132

El chubasco sorpresivo, más propio del verano que de la invernal estación recién instalada, retrasaba su regreso a la oficina. Había pasado casi todo el día en una junta con un cliente, moría de hambre. Eran las cinco y media, faltaba media hora para la salida. A esas alturas estaba más cerca de su casa que del trabajo. Por unos instantes dudó en dirigirse a ella o aventurarse a pasar una eternidad atrapada en el tráfico de la víspera del último día del año. Marcó el teléfono de la oficina a sabiendas de que nadie contestaría. No marcó el del celular de su jefe o de alguno de sus incondicionales (del jefe), quienes seguramente disfrutaban la prolongada sobremesa, haciendo tiempo para llegar a las seis y como es su costumbre convocar a una junta –porque hay tiranos que nunca cambian aunque hasta el clima dé el ejemplo–,  que se prolongaría hasta la medianoche.
Quince minutos después entró ensopada al departamento, con cierto remordimiento. Pero en cuanto se descalzó sintió el delicioso alivio de sacarse los zapatos, estirar los dedos y de la calidez del piso seco. Se arrancó la bufanda ‒pachoncito obsequio navideño‒. El saco aterrizó a un lado de una silla, las llaves sobre la mesa. Con la blusa desfajada entró a la cocina. Se secó el cabello con toallas de papel. Pensó que le vendría bien un baño caliente, no se le antojaba terminar 2012 y comenzar el nuevo año resfriada. Al ver la cafetera supo que el baño podría esperar. Buscó un filtro, tomó el bote del café y se dijo en voz alta que esa tarde era cafetera.
Pero… no tenía por qué ser convencional.
Sacó de un gabinete, que eufemísticamente denominaba cantina, una botella de tequila reposado, que alguien había llevado para la fiesta de fin de año. El ámbar seductor caía con delicadeza en la copa coñaquera. Con la copa en la mano izquierda y una bolsa de cacahuates en la derecha se enfiló a la sala.
Los controles remotos de la televisión y del estéreo reposaban sobre la mesa de centro. Esa tarde parecía destinada a decisiones simples. Optó por el estéreo. El reproductor de discos le regaló la cadencia deliciosa del Danzón número 2 de Márquez. ¿Qué más podía pedir? Dio un sorbo a su bebida, cerró los ojos y tras la ardiente sensación deslizándose por su garganta su cuerpo fue invadido por una calidez exquisita. Se felicitó por regalarse una tarde libre de presiones. Los últimos seis meses habían sido frenéticos, sin fines de semana ni días feriados, pero con su equipo había superado las expectativas de la empresa.
No renunciaría a esa tranquilidad. Se levantó para descolgar el teléfono fijo y apagar el cel. No quería ser interrumpida por la inoportuna llamada del trabajador de un callcenter o, lo que es peor, de su jefe, incapaz de tomar decisiones y asumir la responsabilidad si las cosas no salían bien.
Arrellanada en el sofá echó un vistazo a la sala que alguna vez deseó fuera minimalista pero con los años había convertido en algo así como un bazar. Todo en esa sala ‒como seguramente en cualquier sala‒, tenía su historia.
El lugar de honor lo ocupaba una fotografía familiar, tomada hacía treinta y cinco años, poco después de cumplir los quince. Fue hecha en un estudio cursi. De adolescente sentía vergüenza por la pose, pero sus padres y ella reflejaban tal felicidad que terminó por apreciar la belleza de la escena, sobre todo cuando se enteró que para pagar la fotografía su mamá había ahorrado varios meses. Por fortuna ‒decía su madre‒, la tomaron poco antes de la devaluación del 76, con la que culminó uno de tantos sexenios criminales, que acabó con sueños de buena parte de la clase media. Recuerdos de sacrificios, decepciones y esfuerzos se agolpaban y amenazaban enturbiar la tarde hasta que se percató que el disco había terminado.
Se levantó para poner otro, pensó en Huapango, de Moncayo para seguir con la onda mexicana, cuando se topó con el video que había grabado a finales de mayo, al calor del nacimiento de #YoSoy132.
Jugueteó con la caja del DVD, no lo reprodujo. Estaba fresca la imagen del proceso de grabación. Lo único que sabía antes de iniciarlo era que el mensaje debía durar un minuto treinta y dos segundos. Una vez redactado arregló el escenario para que la cámara no fuera a captar el tiradero de su rincón de trabajo.
Nunca había subido un video a la red, de manera que, como buena ingeniera, estudió los tutoriales. Se propuso hacerlo en una sola toma. Ensayó varias veces el discurso y la disposición de la cámara. Por fin, al saberse lista se arregló, tratando de cubrir un poco las muchas imperfecciones que se empeñaban en salir a flote para revelar su edad. Se dio ánimos, si lograba decir en el tono adecuado lo que había preparado, el internauta no se ensañaría, tanto, comentando su aspecto físico. Además ‒pensó‒, los jóvenes adoran a los Rolling, a Paul, a Poniatowska, a Lorenzo Meyer… y ella era muchos años más joven.
Su mensaje lo inspiraron sus alumnos, a los que da una clase semanal de administración de proyectos, quienes a partir del once de mayo habían iniciado un proceso de transformación jamás imaginado y cada día se mostraban más comprometidos e informados. La comunicación con ellos se volvió más rica aunque más desafiante. Le entusiasmaba la pasión de estudiantes y artistas del #YoSoy132 pero no dejaba de temer por ellos, por su hijo, por los jóvenes sin oportunidad de estudio ni de trabajo. Conforme pasaban los días y atestiguaba lo que los estudiantes planeaban y realizaban se contagió.
El temor por la represión que pudieran sufrir por ejercer su derecho a expresarse estaba presente en el mensaje, lo mismo que la convicción de que la participación de los estudiantes era auténtica, autónoma y no respondía a ningún interés partidista o de otro tipo.
Le llevó un fin de semana preparar y realizar el video que concluía con un juvenil “Yo también soy 132”. Al final no le importó el brillo en el rostro ni el desorden del librero que se veía al fondo ni los maullidos de su gatita que le exigía arrumacos.
Recordó que a mediados de junio, cuando su jefe descubrió el video, que tenía cientos de visitas, le reprochó, sin argumentos, su adhesión ridícula al movimiento de esos jóvenes “revoltosos”.
Esbozó una sonrisa triunfal, levantó la copa y brindó a la salud del movimiento #YoSoy132 y de la “Primavera mexicana”, que ya formaban parte de la historia reciente del país y, quizá no en ese primer invierno lluvioso comenzarían a advertirse sus frutos, pero confiaba en que lo harían.

 

viernes, 29 de junio de 2012

Peligro en la Aldea de las Letras (En el Día E)

Acceso al Monasterio de Suso en  San Millán  (La Rioja),
en cuyo scriptorium  trabajó  Gonzalo de Berceo, el primer poeta conocido
de la literatura en español. En el interior, a la izquierda, las tumbas
de los Siete Infantes de Lara.
No se me ocurre mejor forma de celebrar el Día del Español que compartir un fragmento del libro Peligro en la Aldea de las Letras, de María Eugenia Mendoza Arrubarrena, escritora y periodista mexicana y también bloguera  y amiga de allende los mares. En esta particular Aldea, Hilaria es la protagonista, una jovencita de 13 años que gana un concurso de ortografía en su México natal, y como premio viajará a España para participar en la final. Pero lo que no se esperaba Hilaria es que, gracias a unas joyas de su abuela y a unas extrañas palabras, antes iba a realizar otro viaje a la Aldea de las Letras, donde, inesperadamente, deberá defender ante un severísimo tribunal a la maltratada letra H. La novela es una apasionada y razonada  defensa de una lengua que compartimos millones y millones de habitantes de este planeta, un paseo delicioso por esta sorprendente Aldea de la mano de Hilaria y la Maestra Redundancia, paseo en el que no faltan el humor y unas lúcidas reflexiones acerca de la lengua, la cultura, la educación y el papel de las administraciones, las Academias y los hispanohblantes  en su cuidado y difusión. 
(Lo que no sé si sabe Mª Eugenia es que leí esta Aldea y la no menos deliciosa El lindero, a pocos kilómetros de la cuna del español -y del euskera- escrito: el monasterio de San Millán de la Cogolla, el de yuso, donde se encontraron las Glosas Emilianenses...



Invito a seguir leyendo esta entrada en el magnífico blog En ocasiones... leo libros, de Carlota Bloom. Muchas gracias por este regalazo, querida amiga.

sábado, 21 de abril de 2012

La amiga




Y al final
el amor que recibes
es igual al que das.
The Beatles

Ella es una de las personas más odiosas que conozco. Va por la vida con la soberbia de saberse amada y segura de la fidelidad de su hombre.
Como si hubiera hombres… o mujeres fieles.
No entiendo cómo él no se ha aburrido de ella. Siempre dispuesta a criticarlo, en ocasiones en su presencia. Le hacemos notar que está casada con el hombre perfecto pero como si todo lo mereciera responde: “Vivan con él un mes y luego me dicen”.
Hace tiempo hubiéramos terminado la amistad pero disfrutamos mucho ir a su casa, por él, por supuesto. De los dos él es quien vale la pena: es agradable, buen conversador, culto y atento. Nos hace sentir guapas, inteligentes y hasta más jóvenes. Cada vez que nos invitan quien se desvive por que nunca tengamos nuestras copas vacías, degustemos lo que prepararon y toma las riendas de la reunión es él, mientras ella actúa como la invitada de honor y espera que él le adivine el pensamiento. Si no lo hace por estar ocupado, le echa una mirada con tono de exigencia que da miedo. Él ni se percata. Siempre está dispuesto a mostrarse enamorado y solícito.
Hace cinco semanas asistimos a la cena para celebrar el trigésimo aniversario de bodas. Durante la sobremesa surgió, como era de esperarse, la forma en que le propuso matrimonio. Con lujo de detalles, voz agradable y tono ameno rememoró la ocasión. Los asistentes estábamos emocionados, pero conociendo a la amiga sabíamos que algo habría hecho para arruinar el momento. Y así fue. Ante el nerviosismo de él después de que disfrutaron un maravilloso concierto de música clásica y una magnífica cena en su restaurante favorito, él estacionó el auto frente al edificio del instituto en donde se conocieron. Emocionada declaró: “esta ha sido la velada perfecta, nada más me falta el anillo” y estiró la manita. Él confesó su frustración momentánea porque no pudo cumplir con el programa completo. Se limitó a ponerle el solitario –que ella no dudó en presumirnos, otra vez– y prometerle creciente amor eterno. No reprimimos un escandaloso gesto de desaprobación. Pero él le acarició la mano y en ese momento, cual mago, sacó de la manga un hermoso collar de perlas. Había investigado que los treinta años son de perlas.
Aplaudimos conmovidos.
Ganas no me faltaban de zarandearla cuando se dejó abrazar, con una sonrisa forzada, como si le costara recibir los arrumacos del más cariñoso esposo, quien coronó el hecho diciendo que éramos testigos del inicio de la etapa del amor otoñal, en el que cosecharían con creces lo vivido en esos treinta años juntos.
Por como lo maltrata la matrona, quien obviamente ya dio el viejazo mientras él se ve cada vez más… interesante, lo que ella va a cosechar es una cornamenta, espero que tan vistosa como la del don Fulgencio de Arreola, porque a esa edad es sabido que hasta el más fiel toma su segundo aire.
La idea de que él le pusiera el cuerno, aunque no fuera con alguna de nosotras, revoloteaba en las cabezas de las amigas más cercanas, las que nunca faltamos a las fiestas de la pareja “perfecta”. Nadie es tan fiel y menos cuando la mujer está “tan mal compuesta de facciones”, como diría Machado de Asís de doña Evarista. Si sucediera y se enterara seguro se le caería el castillo en el que vive su cuento de hadas.
Después del aniversario, Juliana propuso contratar a un detective para que le siguiera los pasos. Conocía a uno que había obtenido “en lo que canta un gallo” las pruebas de la infidelidad de su ahora exmarido. El tipo era infalible. Cobraba en efectivo, por mes. El costo, naturalmente, lo cubriríamos las cuatro. La idea de restregarle en la cara el resultado de la investigación, de verla derrotada al descubrir el desliz que derrumbara su mundo era fascinante y no tenía precio.
Este gallo tardó un mes en cantar, pero el primer miércoles de noviembre el detective nos entregó un sobre lacrado con las pruebas.
Expectantes fuimos al restaurante en el que comemos las cinco el primer jueves de cada mes. Los meseros se sorprendieron al vernos ese día pero muy atentos nos preguntaron por la otra amiga, “la que a veces viene con su marido”. “Mañana vendremos todas”, les contesté cortante a los entrometidos.
Apretujadas en el gabinete semicircular, con las bebidas frente a nosotras, confiadas en que contábamos con diez minutos antes de la irrupción de las entradas, Juliana abrió ceremoniosa el sobre que condenaba al, hasta ahora, marido perfecto. El detective había escrito en el reporte: “El sujeto es un aburrido workohólico pero al final, después de veintinueve días de seguirle los pasos, quien suscribe pudo cacharlo in fraganti”.
Brindamos por eso.
La primera fotografía era de él bajando del auto. También es fotogénico ¡grrr! En la siguiente aparecía arreglando los detalles de un picnic en un apacible paraje boscoso. “Él sí sabe de romanticismo”, coincidimos. Sobre una superficie de hojas secas de deliciosas tonalidades otoñales entre el ocre y el cobre había dispuesto un mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que se advertían una canasta, dos veladoras, una botella de champán dentro de una cubetita, servicio para dos y lo que parecía una caja de bocadillos. En la siguiente él se afanaba en acomodar una cobija de lana color terracota frente al grueso tronco de un ahuehuete. En la cuarta, por fin, aparecía la mujer, quien no vestía para la ocasión: llevaba falda a la rodilla, saco beige y zapatos de tacón de aguja.
El detective sabía imprimir toques de misterio y dramatismo en la secuencia.
Era claro por qué él había buscado una amante, esta mujer se veía más joven, elegante y cariñosa. En las siguientes imágenes aparecían abrazados, sentados sobre la mullida cobija. Los pies de ella jugueteaban con las hojas. Su naturalidad sería la envidia de nuestra estirada amiga.
Al unísono levantamos las copas, dimos un sorbo triunfal antes de ver la última imagen. En esta los dos brindaban. Él de perfil, ella de frente.
Resultaba imposible apartar la mirada del estúpido collar de perlas y la sonrisa de adolescente enamorada de ella.
Jimena estuvo a punto de ahogarse con el trago de tequila. A Juliana se le cayó la foto de las manos, Judith se jalaba los pelos.
–Maldita sea –grité–, el desgraciado detective nos engañó ¿a nadie se le ocurrió darle una foto de la esposa?

 © María Eugenia Mendoza Arrubarrena


viernes, 2 de marzo de 2012

Una historia de taxista

La prima de la secretaria de la asistente del doctor Casimiro Rosado, uno de los funcionarios públicos más influyentes, le contó al taxista que abordé ayer por la tarde para realizar un trayecto que debería durar media hora y se convirtió en una casi pesadilla de dos largas horas, una historia de la que me hubiera gustado conocer más detalles de no haber sido por mi desesperación ante el retraso de una cita que concerté a las seis y que si bien me iba llegaría a las siete pero a la que por fortuna tampoco había llegado la persona con la que me encontraría, quien también se encontraba atrasada por problemas de tránsito. Otra cosa que me angustiaba era el insensible avance del taxímetro y mi incapacidad para bajarme del auto, prácticamente estacionado en medio del puente y caminar un kilómetro y medio con tacones para llegar a la estación más próxima del metro, de manera que no tuve más remedio que permanecer en el enorme estacionamiento en que se había convertido la vía rápida que tomó el taxista para que llegara a tiempo a mi cita.

La historia de marras es la siguiente, va entrecomillada y con el crédito de Belisario Malpica, nombre del taxista, por aquello de las aclaraciones y la autoría del relato, en caso de que sea pura ficción y más si es verdadero:
"Resulta que como todos sabemos el doctor Casimiro Rosado podría pasar inadvertido en cualquier lugar en donde se presentara si no fuera acompañado por prominentes empresarios y políticos, así como custodiado por una docena de guardaespaldas. Eso se sabe porque el hombre es de esos que uno lo ve dice "no daría ni un peso por él" o "aunque la mona se vista de seda..." se carcajeó de su chiste, pero el taxista tenía razón el doctor era de un tipo común, nadie imaginaría que estudió en el extranjero el doctorado en economía y que pesa tanto en las decisiones del país–. Como le decía volteó y se acomodó para que la plática fuera más amena, como de cuates, pero eso sí, no detuvo el taxímetro– el doctor Casimiro Rosado, pese a ser de extracción humilde es un prepotente de primera, trata a las personas que no le van a reportar algún beneficio como si fueran sus esclavas, ni más ni menos. El señor es incapaz de un "por favor" y más de un "gracias". Le encanta hacer alarde de su riqueza, que vaya usted a saber el origen opaco que tiene, pero como está consciente de que un Hugo Boss o un Armani ni le lucen, aunque de todas formas los usa, presume sus aparatitos de telefonía y todas esas porquerías que ahora los ejecutivos usan dizque para trabajar, sí, cómo no, como si los funcionarios supieran sacar raíz cuadrada o redactar sus discursos, si no fuera por sus asesores estarían perdidos... Bueno, pero ¿sabe qué vehículo maneja? –me preguntó como si fuera un secreto, pero preferí decirle que lo ignoraba–, un Bentley, equipadísimo. Dicen que lo quiere más que a su esposa y a sus hijos y por eso no deja que ni su chofer lo maneje, solamente lo saca cuando él va a manejar, si no se traslada en un Mercedes negro, que también adora pero ese sí se lo deja a su chofer, a veces. En ese momento oímos un claxon y el taxista avanzó veinte centímetros. Como le decía, este señor es un pelado. Me enteré que la semana pasada después de una reunión con dos secretarios de Estado y un importante empresario, el doctor Casimiro Rosado estaba tan feliz por los acuerdos a los que habían llegado que los invitó a comer a un restaurante muy exclusivo que está a dos cuadras de su oficina. Como no quería que ningún chofer escuchara la conversación él propuso usar su Bentley. Así que los gallones se treparon al carro y el doctor iba manejando sintiéndose dueño del mundo. Al llegar al restaurante, como es bien barbero el tal doctor Casimiro Rosado –el taxista parecía disfrutar mucho decir el nombre completo del funcionario, se bajó para abrir la puerta del empresario que iba en el asiento del copiloto. En eso se acercó un valet parking y al doctor Rosado se le ocurrió aventarle las llaves del Bentley, al tiempo que le gritaba que si lo rayaba le partía toditita su... Pero ni terminó de soltar la amenaza porque ¿a que ni se imagina qué hizo el valet parking? Le contesté que no podía imaginar nada. Pues que el muchacho cacha las llaves y se las avienta de regreso al doctor y le dice: "los choferes estacionan los vehículos en la calle de atrás, güey". Imagínese usted la cara que hizo el doctor cuando los secretarios y el empresario soltaron una sonora carcajada y le gritaron al doctor Rosado 'a ver, Jaime, ¿lo estacionas tú o el muchacho?'. Y como vieron que el doctor, quien en ese momento se veía más insignificante, estaba a punto del infarto, el empresario le quitó las llaves y se las lanzó a otro valet parking, pidiéndole, ese sí con toda educación, que por favor estacionara el vehículo, porque ese día su chofer era el invitado especial. Entraron al restaurante abrazados, mientras los otros no paraban de reír".
En ese momento los autos comenzaron a avanzar y en un dos por tres llegamos a mi destino. El taxista ya no agregó nada, pero bien que estiró la manota para cobrar lo que me habría costado una comida en el restaurante al que fueron los hombres de la historia, que, por cierto, en ese momento creí se había sacado de la manga para entretenerme.

Pero ahora creo que había algo de verdad en lo que me contó porque hoy por la mañana leí en el periódico que las acciones de una de las empresas del empresario Fulano del Tal habían caído estrepitosamente. No sé pero me parece que ahí se ve la mano negra del doctor Casimiro Rosado.