De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


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martes, 21 de agosto de 2012

Ridículamente joven. Relato dedicado a #YoSoy132

Invierno. Antología de Cuento Breve,
Serial Estaciones
México, Benma Grupo Editorial, 2012
 
Ridículamente joven
María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Dedicado a #YoSoy132

El chubasco sorpresivo, más propio del verano que de la invernal estación recién instalada, retrasaba su regreso a la oficina. Había pasado casi todo el día en una junta con un cliente, moría de hambre. Eran las cinco y media, faltaba media hora para la salida. A esas alturas estaba más cerca de su casa que del trabajo. Por unos instantes dudó en dirigirse a ella o aventurarse a pasar una eternidad atrapada en el tráfico de la víspera del último día del año. Marcó el teléfono de la oficina a sabiendas de que nadie contestaría. No marcó el del celular de su jefe o de alguno de sus incondicionales (del jefe), quienes seguramente disfrutaban la prolongada sobremesa, haciendo tiempo para llegar a las seis y como es su costumbre convocar a una junta –porque hay tiranos que nunca cambian aunque hasta el clima dé el ejemplo–,  que se prolongaría hasta la medianoche.
Quince minutos después entró ensopada al departamento, con cierto remordimiento. Pero en cuanto se descalzó sintió el delicioso alivio de sacarse los zapatos, estirar los dedos y de la calidez del piso seco. Se arrancó la bufanda ‒pachoncito obsequio navideño‒. El saco aterrizó a un lado de una silla, las llaves sobre la mesa. Con la blusa desfajada entró a la cocina. Se secó el cabello con toallas de papel. Pensó que le vendría bien un baño caliente, no se le antojaba terminar 2012 y comenzar el nuevo año resfriada. Al ver la cafetera supo que el baño podría esperar. Buscó un filtro, tomó el bote del café y se dijo en voz alta que esa tarde era cafetera.
Pero… no tenía por qué ser convencional.
Sacó de un gabinete, que eufemísticamente denominaba cantina, una botella de tequila reposado, que alguien había llevado para la fiesta de fin de año. El ámbar seductor caía con delicadeza en la copa coñaquera. Con la copa en la mano izquierda y una bolsa de cacahuates en la derecha se enfiló a la sala.
Los controles remotos de la televisión y del estéreo reposaban sobre la mesa de centro. Esa tarde parecía destinada a decisiones simples. Optó por el estéreo. El reproductor de discos le regaló la cadencia deliciosa del Danzón número 2 de Márquez. ¿Qué más podía pedir? Dio un sorbo a su bebida, cerró los ojos y tras la ardiente sensación deslizándose por su garganta su cuerpo fue invadido por una calidez exquisita. Se felicitó por regalarse una tarde libre de presiones. Los últimos seis meses habían sido frenéticos, sin fines de semana ni días feriados, pero con su equipo había superado las expectativas de la empresa.
No renunciaría a esa tranquilidad. Se levantó para descolgar el teléfono fijo y apagar el cel. No quería ser interrumpida por la inoportuna llamada del trabajador de un callcenter o, lo que es peor, de su jefe, incapaz de tomar decisiones y asumir la responsabilidad si las cosas no salían bien.
Arrellanada en el sofá echó un vistazo a la sala que alguna vez deseó fuera minimalista pero con los años había convertido en algo así como un bazar. Todo en esa sala ‒como seguramente en cualquier sala‒, tenía su historia.
El lugar de honor lo ocupaba una fotografía familiar, tomada hacía treinta y cinco años, poco después de cumplir los quince. Fue hecha en un estudio cursi. De adolescente sentía vergüenza por la pose, pero sus padres y ella reflejaban tal felicidad que terminó por apreciar la belleza de la escena, sobre todo cuando se enteró que para pagar la fotografía su mamá había ahorrado varios meses. Por fortuna ‒decía su madre‒, la tomaron poco antes de la devaluación del 76, con la que culminó uno de tantos sexenios criminales, que acabó con sueños de buena parte de la clase media. Recuerdos de sacrificios, decepciones y esfuerzos se agolpaban y amenazaban enturbiar la tarde hasta que se percató que el disco había terminado.
Se levantó para poner otro, pensó en Huapango, de Moncayo para seguir con la onda mexicana, cuando se topó con el video que había grabado a finales de mayo, al calor del nacimiento de #YoSoy132.
Jugueteó con la caja del DVD, no lo reprodujo. Estaba fresca la imagen del proceso de grabación. Lo único que sabía antes de iniciarlo era que el mensaje debía durar un minuto treinta y dos segundos. Una vez redactado arregló el escenario para que la cámara no fuera a captar el tiradero de su rincón de trabajo.
Nunca había subido un video a la red, de manera que, como buena ingeniera, estudió los tutoriales. Se propuso hacerlo en una sola toma. Ensayó varias veces el discurso y la disposición de la cámara. Por fin, al saberse lista se arregló, tratando de cubrir un poco las muchas imperfecciones que se empeñaban en salir a flote para revelar su edad. Se dio ánimos, si lograba decir en el tono adecuado lo que había preparado, el internauta no se ensañaría, tanto, comentando su aspecto físico. Además ‒pensó‒, los jóvenes adoran a los Rolling, a Paul, a Poniatowska, a Lorenzo Meyer… y ella era muchos años más joven.
Su mensaje lo inspiraron sus alumnos, a los que da una clase semanal de administración de proyectos, quienes a partir del once de mayo habían iniciado un proceso de transformación jamás imaginado y cada día se mostraban más comprometidos e informados. La comunicación con ellos se volvió más rica aunque más desafiante. Le entusiasmaba la pasión de estudiantes y artistas del #YoSoy132 pero no dejaba de temer por ellos, por su hijo, por los jóvenes sin oportunidad de estudio ni de trabajo. Conforme pasaban los días y atestiguaba lo que los estudiantes planeaban y realizaban se contagió.
El temor por la represión que pudieran sufrir por ejercer su derecho a expresarse estaba presente en el mensaje, lo mismo que la convicción de que la participación de los estudiantes era auténtica, autónoma y no respondía a ningún interés partidista o de otro tipo.
Le llevó un fin de semana preparar y realizar el video que concluía con un juvenil “Yo también soy 132”. Al final no le importó el brillo en el rostro ni el desorden del librero que se veía al fondo ni los maullidos de su gatita que le exigía arrumacos.
Recordó que a mediados de junio, cuando su jefe descubrió el video, que tenía cientos de visitas, le reprochó, sin argumentos, su adhesión ridícula al movimiento de esos jóvenes “revoltosos”.
Esbozó una sonrisa triunfal, levantó la copa y brindó a la salud del movimiento #YoSoy132 y de la “Primavera mexicana”, que ya formaban parte de la historia reciente del país y, quizá no en ese primer invierno lluvioso comenzarían a advertirse sus frutos, pero confiaba en que lo harían.

 

sábado, 21 de abril de 2012

La amiga




Y al final
el amor que recibes
es igual al que das.
The Beatles

Ella es una de las personas más odiosas que conozco. Va por la vida con la soberbia de saberse amada y segura de la fidelidad de su hombre.
Como si hubiera hombres… o mujeres fieles.
No entiendo cómo él no se ha aburrido de ella. Siempre dispuesta a criticarlo, en ocasiones en su presencia. Le hacemos notar que está casada con el hombre perfecto pero como si todo lo mereciera responde: “Vivan con él un mes y luego me dicen”.
Hace tiempo hubiéramos terminado la amistad pero disfrutamos mucho ir a su casa, por él, por supuesto. De los dos él es quien vale la pena: es agradable, buen conversador, culto y atento. Nos hace sentir guapas, inteligentes y hasta más jóvenes. Cada vez que nos invitan quien se desvive por que nunca tengamos nuestras copas vacías, degustemos lo que prepararon y toma las riendas de la reunión es él, mientras ella actúa como la invitada de honor y espera que él le adivine el pensamiento. Si no lo hace por estar ocupado, le echa una mirada con tono de exigencia que da miedo. Él ni se percata. Siempre está dispuesto a mostrarse enamorado y solícito.
Hace cinco semanas asistimos a la cena para celebrar el trigésimo aniversario de bodas. Durante la sobremesa surgió, como era de esperarse, la forma en que le propuso matrimonio. Con lujo de detalles, voz agradable y tono ameno rememoró la ocasión. Los asistentes estábamos emocionados, pero conociendo a la amiga sabíamos que algo habría hecho para arruinar el momento. Y así fue. Ante el nerviosismo de él después de que disfrutaron un maravilloso concierto de música clásica y una magnífica cena en su restaurante favorito, él estacionó el auto frente al edificio del instituto en donde se conocieron. Emocionada declaró: “esta ha sido la velada perfecta, nada más me falta el anillo” y estiró la manita. Él confesó su frustración momentánea porque no pudo cumplir con el programa completo. Se limitó a ponerle el solitario –que ella no dudó en presumirnos, otra vez– y prometerle creciente amor eterno. No reprimimos un escandaloso gesto de desaprobación. Pero él le acarició la mano y en ese momento, cual mago, sacó de la manga un hermoso collar de perlas. Había investigado que los treinta años son de perlas.
Aplaudimos conmovidos.
Ganas no me faltaban de zarandearla cuando se dejó abrazar, con una sonrisa forzada, como si le costara recibir los arrumacos del más cariñoso esposo, quien coronó el hecho diciendo que éramos testigos del inicio de la etapa del amor otoñal, en el que cosecharían con creces lo vivido en esos treinta años juntos.
Por como lo maltrata la matrona, quien obviamente ya dio el viejazo mientras él se ve cada vez más… interesante, lo que ella va a cosechar es una cornamenta, espero que tan vistosa como la del don Fulgencio de Arreola, porque a esa edad es sabido que hasta el más fiel toma su segundo aire.
La idea de que él le pusiera el cuerno, aunque no fuera con alguna de nosotras, revoloteaba en las cabezas de las amigas más cercanas, las que nunca faltamos a las fiestas de la pareja “perfecta”. Nadie es tan fiel y menos cuando la mujer está “tan mal compuesta de facciones”, como diría Machado de Asís de doña Evarista. Si sucediera y se enterara seguro se le caería el castillo en el que vive su cuento de hadas.
Después del aniversario, Juliana propuso contratar a un detective para que le siguiera los pasos. Conocía a uno que había obtenido “en lo que canta un gallo” las pruebas de la infidelidad de su ahora exmarido. El tipo era infalible. Cobraba en efectivo, por mes. El costo, naturalmente, lo cubriríamos las cuatro. La idea de restregarle en la cara el resultado de la investigación, de verla derrotada al descubrir el desliz que derrumbara su mundo era fascinante y no tenía precio.
Este gallo tardó un mes en cantar, pero el primer miércoles de noviembre el detective nos entregó un sobre lacrado con las pruebas.
Expectantes fuimos al restaurante en el que comemos las cinco el primer jueves de cada mes. Los meseros se sorprendieron al vernos ese día pero muy atentos nos preguntaron por la otra amiga, “la que a veces viene con su marido”. “Mañana vendremos todas”, les contesté cortante a los entrometidos.
Apretujadas en el gabinete semicircular, con las bebidas frente a nosotras, confiadas en que contábamos con diez minutos antes de la irrupción de las entradas, Juliana abrió ceremoniosa el sobre que condenaba al, hasta ahora, marido perfecto. El detective había escrito en el reporte: “El sujeto es un aburrido workohólico pero al final, después de veintinueve días de seguirle los pasos, quien suscribe pudo cacharlo in fraganti”.
Brindamos por eso.
La primera fotografía era de él bajando del auto. También es fotogénico ¡grrr! En la siguiente aparecía arreglando los detalles de un picnic en un apacible paraje boscoso. “Él sí sabe de romanticismo”, coincidimos. Sobre una superficie de hojas secas de deliciosas tonalidades otoñales entre el ocre y el cobre había dispuesto un mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que se advertían una canasta, dos veladoras, una botella de champán dentro de una cubetita, servicio para dos y lo que parecía una caja de bocadillos. En la siguiente él se afanaba en acomodar una cobija de lana color terracota frente al grueso tronco de un ahuehuete. En la cuarta, por fin, aparecía la mujer, quien no vestía para la ocasión: llevaba falda a la rodilla, saco beige y zapatos de tacón de aguja.
El detective sabía imprimir toques de misterio y dramatismo en la secuencia.
Era claro por qué él había buscado una amante, esta mujer se veía más joven, elegante y cariñosa. En las siguientes imágenes aparecían abrazados, sentados sobre la mullida cobija. Los pies de ella jugueteaban con las hojas. Su naturalidad sería la envidia de nuestra estirada amiga.
Al unísono levantamos las copas, dimos un sorbo triunfal antes de ver la última imagen. En esta los dos brindaban. Él de perfil, ella de frente.
Resultaba imposible apartar la mirada del estúpido collar de perlas y la sonrisa de adolescente enamorada de ella.
Jimena estuvo a punto de ahogarse con el trago de tequila. A Juliana se le cayó la foto de las manos, Judith se jalaba los pelos.
–Maldita sea –grité–, el desgraciado detective nos engañó ¿a nadie se le ocurrió darle una foto de la esposa?

 © María Eugenia Mendoza Arrubarrena


lunes, 16 de enero de 2012

Catarsis


 Catarsis
© María Eugenia Mendoza Arrubarrena

Cuando Armando llegó a casa encontró a su madre riendo a carcajadas. La cuidadora le dijo que así estaba desde que leyó la carta que sostenía en las manos.
El hombre sintió una gran alegría al verla tan contenta. El Alzheimer, recién diagnosticado, le estaba arrebatando su porte altivo y la actitud soberbia que la habían caracterizado. Después de besar su frente tomó las tres hojas escritas con cuidada caligrafía. Se sentó frente a su madre, quien había pasado de la carcajada a la mirada perdida.

Ciudad de México, verano de 2011.
Señora López de Cosío:
Habrá notado la ausencia de fórmula de cortesía. Pero no se detenga por eso, siga leyendo. En unas líneas más entenderá que no merece estimación o aprecio ni la considero digna de una forma amable para dirigirme a usted.
También le extrañará recibir esta misiva después de treinta años. Probablemente usted no recuerde mi nombre, aunque estoy segura que en alguna ocasión pensó en lo que hizo y una mueca triunfante se habrá dibujado en su, hoy, arrugado rostro, aunque tal vez solo sea inexpresivo, debido al botox.
Le confieso que soy la primera sorprendida. ¿Por qué dedicarle unos minutos y dejar evidencia escrita de lo que sentí durante aquellos minutos tan amargos como injustos que me prodigó? Tal vez ahora se asome un connato de sonrisa triunfal al pensar que me provocó un daño permanente, dadas mi edad y falta de experiencia. Pero no, no crea que tuvo tal impacto en mi vida, esa llamada telefónica la superé muy rápido.
Como soy una persona educada le contaré por qué reapareció en mi vida.
Resulta que hoy leí las noticias, ¡oh, Dios!, me topé con una escalofriante. No obstante, al terminar de leerla fue imposible esconder una sonrisa catártica.
La nota decía que una madre de familia fue atacada en su casa de Coapa, por la furiosa novia del hijo menor –seguro ahora ex novia–. La jovencita tundió a golpes a la mujer de 40 años. La golpiza solamente la dejó maltrecha y desgreñada, según los paramédicos. Tras exhaustivo examen médico se confirmó que no hay heridas graves ni fracturas. La chica declaró, en su defensa, que esa mujer le llamó por teléfono la noche anterior para prohibirle ver a su hijo, un chico de dieciocho años, pues “él es un niño bien mientras ella era una pobretona oportunista sin oficio ni beneficio que sólo le hacía perder el tiempo”.
¿Le parece familiar la historia?
Claro que usted no recibió ninguna visita de ese tipo, por lo menos no de mi parte, pero ¿cuántas llamadas telefónicas similares habrá hecho?
Le refresco la memoria. Hace treinta años, cuando Armando y yo teníamos quince nos conocimos, ahí en su casa de Coapa, una casa monona, recuerdo, pero nada que indicara que él y su familia pertenecieran a la nobleza ni al jet set. La fiesta era para celebrar el cumple de Armando, el final de la secundaria y su ingreso a la prepa. ¡Tres festejos en uno!
Yo también había terminado la secundaria, fui aceptada en la prepa y había cumplido los quince una semana antes sin vals, ni chambelanes, ni vestido vaporoso, vaya, sin fiesta. De manera que cuando bailé con Armando canciones de Blondie, Bee Gees y otros grupos de la onda disco me imaginé con un hermoso vestido azul, tan cursi como ampón, en mis quince, con el chico más guapo de todos, porque de veras que su hijo era un galán, en su tipo.
Habremos bailado como dos horas sin parar cuando me preguntó si quería salir a caminar. Acepté.
Esa noche de verano fue mágica. No sé si la luna brillaba como nunca o siquiera si había luna, pero como soy quien reconstruye el recuerdo quiero dejar sentado que así fue.
Memoria selectiva.
Había llovido y en el ambiente predominaba el perfume a tierra húmeda. Soplaba un viento fresco. Nuestras manos entrelazadas se sentían muy bien. ¿De qué hablamos? No recuerdo nada. Pero ¿sabe qué recuerdo perfectamente? Mi primer beso, que también fue el primero de Armando.
Es cierto que el primer beso nunca se olvida. Si soy objetiva debo admitir que ese beso fue más bien baboso, desesperado y torpe. Me dejó sin aliento por la sorpresa y porque nuestras caras no sabían cómo acomodarse y nuestros anteojos chocaron. Pero con todo, tuvo la belleza indeleble del primer beso. Esa noche sólo hubo uno. Fue la noche de verano del primer beso de un par de ñoños quinceañeros babosos.
Durante cuatro fines de semana fuimos novios. Él me buscaba en mi casa, en una colonia que usted habrá imaginado barrio de quinta. Mis apellidos le parecían corrientes y mi papá no ejercía una profesión que, desde su copetona perspectiva, me asegurara un futuro. Armando era un chico bueno, de buenos sentimientos y ajeno a sus sueños de grandeza. No hacíamos planes de nada. A los quince años, de hace treinta, lo más atractivo del noviazgo era el besuqueo, caminar tomados de la mano, divertirnos  viendo fragmentos de una película, escuchar música. No teníamos dinero, apenas el suficiente para los camiones, las entradas al cine o para un café.
La última vez que salí con él, cuando esperaba que me llamara para decirme que había llegado a casa, después de escuchar su adorada voz grave usted le arrebató el teléfono.
Su voz disonante, aguda, histérica me hizo enmudecer y paralizar.
Recuerdo cada una de sus palabras. No dudó en calificarme de cazafortunas y muerta de hambre. Recalcó que Armandito y yo pertenecíamos a mundos diferentes y distantes. Habló de clases sociales, del brillante futuro de Armando y que no permitiría que una muchacha como yo le impidiera alcanzar sus metas. Me advirtió que jamás volvería a verlo, así tuviera que encadenarlo. Un abrupto clic terminó la tortura. Ignoro si Armando, en un gesto de pudor, colgó o usted deseó imprimir un final dramático a su perorata. Descansé. Luego lloré. Lloré toda la noche. Durante días sentí vergüenza pero tuve que tragármela sola.
En unos días la olvidé, a usted, no a Armando, inolvidable chico de mi primer beso en el verano de hace treinta años.
Hasta ahora que leí la historia de la joven que saboreó en caliente la venganza, tras haber sido insultada, volví a pensar en esa amarga noche de verano.
Ojalá le arda la cara de vergüenza al recordar cómo lastimó a su hijo, quien deseo se haya alejado a tiempo de su dañina sobreprotección.
Hasta nunca.
Nicolasa

Armando se levantó, tomó el cesto de basura y lo vació ante la mirada atónita de su madre.

* Publicado en la antología de cuento breve Verano. Serial Estaciones. BENMA Grupo Editorial, México, 2011