© María Eugenia Mendoza
Arrubarrena
Cuando Armando llegó a casa encontró a su madre riendo a carcajadas. La
cuidadora le dijo que así estaba desde que leyó la carta que sostenía en las
manos.
El hombre sintió una gran alegría al verla tan contenta. El Alzheimer,
recién diagnosticado, le estaba arrebatando su porte altivo y la actitud
soberbia que la habían caracterizado. Después de besar su frente tomó las tres
hojas escritas con cuidada caligrafía. Se sentó frente a su madre, quien había
pasado de la carcajada a la mirada perdida.
Ciudad de México, verano de 2011.
Señora López de Cosío:
Habrá notado la ausencia de fórmula de cortesía. Pero no se detenga por
eso, siga leyendo. En unas líneas más entenderá que no merece estimación o
aprecio ni la considero digna de una forma amable para dirigirme a usted.
También le extrañará recibir esta misiva después de treinta años.
Probablemente usted no recuerde mi nombre, aunque estoy segura que en alguna
ocasión pensó en lo que hizo y una mueca triunfante se habrá dibujado en su, hoy,
arrugado rostro, aunque tal vez solo sea inexpresivo, debido al botox.
Le confieso que soy la primera sorprendida. ¿Por qué dedicarle unos minutos
y dejar evidencia escrita de lo que sentí durante aquellos minutos tan amargos
como injustos que me prodigó? Tal vez ahora se asome un connato de sonrisa
triunfal al pensar que me provocó un daño permanente, dadas mi edad y falta
de experiencia. Pero no, no crea que tuvo tal impacto en mi vida, esa llamada
telefónica la superé muy rápido.
Como soy una persona educada le contaré por qué reapareció en mi vida.
Resulta que hoy leí las noticias, ¡oh, Dios!, me topé con una
escalofriante. No obstante, al terminar de leerla fue imposible esconder una
sonrisa catártica.
La nota decía que una madre de familia fue atacada en su casa de Coapa, por
la furiosa novia del hijo menor –seguro ahora ex novia–. La jovencita tundió a
golpes a la mujer de 40 años. La golpiza solamente la dejó maltrecha y
desgreñada, según los paramédicos. Tras exhaustivo examen médico se confirmó
que no hay heridas graves ni fracturas. La chica declaró, en su defensa, que
esa mujer le llamó por teléfono la noche anterior para prohibirle ver a su
hijo, un chico de dieciocho años, pues “él es un niño bien mientras ella era
una pobretona oportunista sin oficio ni beneficio que sólo le hacía perder el
tiempo”.
¿Le parece familiar la historia?
Claro que usted no recibió ninguna visita de ese tipo, por lo menos no de
mi parte, pero ¿cuántas llamadas telefónicas similares habrá hecho?
Le refresco la memoria. Hace treinta años, cuando Armando y yo teníamos
quince nos conocimos, ahí en su casa de Coapa, una casa monona, recuerdo, pero
nada que indicara que él y su familia pertenecieran a la nobleza ni al jet set.
La fiesta era para celebrar el cumple de Armando, el final de la secundaria y
su ingreso a la prepa. ¡Tres festejos en uno!
Yo también había terminado la secundaria, fui aceptada en la prepa y había
cumplido los quince una semana antes sin vals, ni chambelanes, ni vestido
vaporoso, vaya, sin fiesta. De manera que cuando bailé con Armando canciones de
Blondie, Bee Gees y otros grupos de la onda disco me imaginé con un hermoso
vestido azul, tan cursi como ampón, en mis quince, con el chico más guapo de
todos, porque de veras que su hijo era un galán, en su tipo.
Habremos bailado como dos horas sin parar cuando me preguntó si quería
salir a caminar. Acepté.
Esa noche de verano fue mágica. No sé si la luna brillaba como nunca o
siquiera si había luna, pero como soy quien reconstruye el recuerdo quiero
dejar sentado que así fue.
Memoria selectiva.
Había llovido y en el ambiente predominaba el perfume a tierra húmeda.
Soplaba un viento fresco. Nuestras manos entrelazadas se sentían muy bien. ¿De
qué hablamos? No recuerdo nada. Pero ¿sabe qué recuerdo perfectamente? Mi
primer beso, que también fue el primero de Armando.
Es cierto que el primer beso nunca se olvida. Si soy objetiva debo admitir
que ese beso fue más bien baboso, desesperado y torpe. Me dejó sin aliento por
la sorpresa y porque nuestras caras no sabían cómo acomodarse y nuestros
anteojos chocaron. Pero con todo, tuvo la belleza indeleble del primer beso.
Esa noche sólo hubo uno. Fue la noche de verano del primer beso de un par de
ñoños quinceañeros babosos.
Durante cuatro fines de semana fuimos novios. Él me buscaba en mi casa, en
una colonia que usted habrá imaginado barrio de quinta. Mis apellidos le
parecían corrientes y mi papá no ejercía una profesión que, desde su copetona
perspectiva, me asegurara un futuro. Armando era un chico bueno, de buenos
sentimientos y ajeno a sus sueños de grandeza. No hacíamos planes de nada. A
los quince años, de hace treinta, lo más atractivo del noviazgo era el
besuqueo, caminar tomados de la mano, divertirnos viendo fragmentos de una película, escuchar
música. No teníamos dinero, apenas el suficiente para los camiones, las
entradas al cine o para un café.
La última vez que salí con él, cuando esperaba que me llamara para decirme
que había llegado a casa, después de escuchar su adorada voz grave usted le
arrebató el teléfono.
Su voz disonante, aguda, histérica me hizo enmudecer y paralizar.
Recuerdo cada una de sus palabras. No dudó en calificarme de cazafortunas y
muerta de hambre. Recalcó que Armandito y yo pertenecíamos a mundos diferentes
y distantes. Habló de clases sociales, del brillante futuro de Armando y que no
permitiría que una muchacha como yo le impidiera alcanzar sus metas. Me
advirtió que jamás volvería a verlo, así tuviera que encadenarlo. Un abrupto
clic terminó la tortura. Ignoro si Armando, en un gesto de pudor, colgó o usted
deseó imprimir un final dramático a su perorata. Descansé. Luego lloré. Lloré
toda la noche. Durante días sentí vergüenza pero tuve que tragármela sola.
En unos días la olvidé, a usted, no a Armando, inolvidable chico de mi
primer beso en el verano de hace treinta años.
Hasta ahora que leí la historia de la joven que saboreó en caliente la
venganza, tras haber sido insultada, volví a pensar en esa amarga noche de
verano.
Ojalá le arda la cara de vergüenza al recordar cómo lastimó a su hijo,
quien deseo se haya alejado a tiempo de su dañina sobreprotección.
Hasta nunca.
Nicolasa
Armando se levantó, tomó el cesto de basura y lo vació ante la mirada
atónita de su madre.
* Publicado en la antología de cuento breve Verano. Serial Estaciones. BENMA Grupo Editorial, México, 2011
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