De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


viernes, 22 de octubre de 2010

Oportunismo

Oportunismo
Por María Eugenia Mendoza 

Todas las mañanas a las cinco en punto inicia la subasta de pescados y mariscos. Gente de remotas ciudades, principalmente gerentes de compras de las cadenas de supermercados, de los más prestigiados hoteles y restaurantes, arriban para hacerse de las mejores piezas recién capturadas en las ricas aguas de los siete mares.

Los compradores llegan entre media hora y quince minutos antes de que inicie la actividad. Se conocen, se saludan amablemente mientras beben café. Cualquiera diría que la atmósfera es amigable. Sin embargo, antes de que inicie la puja, justo al escucharse la campanada para presentar las primeras piezas, los compradores se transforman. Despojados de buenos modales y haciendo alarde de un vocabulario limitado a quince maldiciones sale a relucir su ser más íntimo. Miradas ambiciosas, calculadoras han sustituido a las sonrientes de unos segundos atrás. Gritos, manos que se agitan, codazos, gestos de satisfacción o frustración se suceden. La frenética rebatinga parece interminable pero como la mercancía no lo es en unos minutos la gente se aleja y deja atrás el ceño fruncido para dar paso nuevamente a la sonrisa discreta, a la inclinación de cabeza a manera de despedida.

Esa mañana los acontecimientos se repetían como en un cuento circular en el que no hay lugar para variaciones, pero he aquí que un personaje insignificante, de ésos que, como en la vida real, parecen existir para la única función de formar parte del paisaje, acaparó los pulpos.
Nadie daba crédito a lo que presenciaba. El hombrecillo, mimetizado con el uniforme de los trabajadores y calzando unas botas que se veía a leguas que le quedaban enormes, no escatimó ni un céntimo en el precio de la codiciada mercancía, que se había elevado a niveles inusitados debido al interés que tenía el dueño de la cadena de restaurantes "El jardín del pulpo" de llevarse los últimos ejemplares buenos de la temporada. El hombrecillo insignificante no cedió ni uno de los cefalópodos, por más que el empresario le suplicó que le dejara al menos una cuarta parte de ellos.

El enorme estanque en el que sobresalían los asustados ojos pegados a las enormes cabezas fue conducido a un trailer estacionado en el punto más lejano del mercado. Los hábiles cargadores lo engancharon a la grúa y con la dirección del hombrecillo hicieron el vaciado de la valiosa carga en un estanque que ocupaba prácticamente toda la caja del vehículo. Con más espacio, los moluscos extendían sus tentáculos y buscaban el mejor lugar. Uno de ellos se posó sobre un cubo pintado con los colores del partido en el poder, ignorando otros de diferentes colores. El hombrecillo no pudo ocultar una sonrisa.

–¿Qué van a hacer con estos cabezones? –preguntó curioso uno de los cargadores.

–No sé, yo sólo me encargo de las compras estratégicas.

–Mira, ése se parece a Paul –dijo otro–, señalando al que estaba encima del cubo.

–Pero, ¿en dónde los va a entregar? –insistió el primero.

–En la presidencia... –se arrepintió de haber respondido, no por otra cosa, sino porque generalmente no hablaba con gente como ésa.

–¿A poco van a ofrecer un gran banquete?

–No, es que va a haber elecciones –respondió el chofer.

El hombrecillo echó una mirada gélida al chofer. De mala gana ayudó a cerrar y asegurar las puertas y se subió en el asiento del copiloto. No volvió a mirar a los cargadores, quienes se alejaban del lugar empujándose, diciéndose groserías y seguramente sin haber prestado atención a las palabras del chofer.

Publicado el 13 de agosto de 2010, en "Aldea de las Letras".



No hay comentarios:

Publicar un comentario