De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


sábado, 21 de abril de 2012

La amiga




Y al final
el amor que recibes
es igual al que das.
The Beatles

Ella es una de las personas más odiosas que conozco. Va por la vida con la soberbia de saberse amada y segura de la fidelidad de su hombre.
Como si hubiera hombres… o mujeres fieles.
No entiendo cómo él no se ha aburrido de ella. Siempre dispuesta a criticarlo, en ocasiones en su presencia. Le hacemos notar que está casada con el hombre perfecto pero como si todo lo mereciera responde: “Vivan con él un mes y luego me dicen”.
Hace tiempo hubiéramos terminado la amistad pero disfrutamos mucho ir a su casa, por él, por supuesto. De los dos él es quien vale la pena: es agradable, buen conversador, culto y atento. Nos hace sentir guapas, inteligentes y hasta más jóvenes. Cada vez que nos invitan quien se desvive por que nunca tengamos nuestras copas vacías, degustemos lo que prepararon y toma las riendas de la reunión es él, mientras ella actúa como la invitada de honor y espera que él le adivine el pensamiento. Si no lo hace por estar ocupado, le echa una mirada con tono de exigencia que da miedo. Él ni se percata. Siempre está dispuesto a mostrarse enamorado y solícito.
Hace cinco semanas asistimos a la cena para celebrar el trigésimo aniversario de bodas. Durante la sobremesa surgió, como era de esperarse, la forma en que le propuso matrimonio. Con lujo de detalles, voz agradable y tono ameno rememoró la ocasión. Los asistentes estábamos emocionados, pero conociendo a la amiga sabíamos que algo habría hecho para arruinar el momento. Y así fue. Ante el nerviosismo de él después de que disfrutaron un maravilloso concierto de música clásica y una magnífica cena en su restaurante favorito, él estacionó el auto frente al edificio del instituto en donde se conocieron. Emocionada declaró: “esta ha sido la velada perfecta, nada más me falta el anillo” y estiró la manita. Él confesó su frustración momentánea porque no pudo cumplir con el programa completo. Se limitó a ponerle el solitario –que ella no dudó en presumirnos, otra vez– y prometerle creciente amor eterno. No reprimimos un escandaloso gesto de desaprobación. Pero él le acarició la mano y en ese momento, cual mago, sacó de la manga un hermoso collar de perlas. Había investigado que los treinta años son de perlas.
Aplaudimos conmovidos.
Ganas no me faltaban de zarandearla cuando se dejó abrazar, con una sonrisa forzada, como si le costara recibir los arrumacos del más cariñoso esposo, quien coronó el hecho diciendo que éramos testigos del inicio de la etapa del amor otoñal, en el que cosecharían con creces lo vivido en esos treinta años juntos.
Por como lo maltrata la matrona, quien obviamente ya dio el viejazo mientras él se ve cada vez más… interesante, lo que ella va a cosechar es una cornamenta, espero que tan vistosa como la del don Fulgencio de Arreola, porque a esa edad es sabido que hasta el más fiel toma su segundo aire.
La idea de que él le pusiera el cuerno, aunque no fuera con alguna de nosotras, revoloteaba en las cabezas de las amigas más cercanas, las que nunca faltamos a las fiestas de la pareja “perfecta”. Nadie es tan fiel y menos cuando la mujer está “tan mal compuesta de facciones”, como diría Machado de Asís de doña Evarista. Si sucediera y se enterara seguro se le caería el castillo en el que vive su cuento de hadas.
Después del aniversario, Juliana propuso contratar a un detective para que le siguiera los pasos. Conocía a uno que había obtenido “en lo que canta un gallo” las pruebas de la infidelidad de su ahora exmarido. El tipo era infalible. Cobraba en efectivo, por mes. El costo, naturalmente, lo cubriríamos las cuatro. La idea de restregarle en la cara el resultado de la investigación, de verla derrotada al descubrir el desliz que derrumbara su mundo era fascinante y no tenía precio.
Este gallo tardó un mes en cantar, pero el primer miércoles de noviembre el detective nos entregó un sobre lacrado con las pruebas.
Expectantes fuimos al restaurante en el que comemos las cinco el primer jueves de cada mes. Los meseros se sorprendieron al vernos ese día pero muy atentos nos preguntaron por la otra amiga, “la que a veces viene con su marido”. “Mañana vendremos todas”, les contesté cortante a los entrometidos.
Apretujadas en el gabinete semicircular, con las bebidas frente a nosotras, confiadas en que contábamos con diez minutos antes de la irrupción de las entradas, Juliana abrió ceremoniosa el sobre que condenaba al, hasta ahora, marido perfecto. El detective había escrito en el reporte: “El sujeto es un aburrido workohólico pero al final, después de veintinueve días de seguirle los pasos, quien suscribe pudo cacharlo in fraganti”.
Brindamos por eso.
La primera fotografía era de él bajando del auto. También es fotogénico ¡grrr! En la siguiente aparecía arreglando los detalles de un picnic en un apacible paraje boscoso. “Él sí sabe de romanticismo”, coincidimos. Sobre una superficie de hojas secas de deliciosas tonalidades otoñales entre el ocre y el cobre había dispuesto un mantel de cuadros rojos y blancos sobre el que se advertían una canasta, dos veladoras, una botella de champán dentro de una cubetita, servicio para dos y lo que parecía una caja de bocadillos. En la siguiente él se afanaba en acomodar una cobija de lana color terracota frente al grueso tronco de un ahuehuete. En la cuarta, por fin, aparecía la mujer, quien no vestía para la ocasión: llevaba falda a la rodilla, saco beige y zapatos de tacón de aguja.
El detective sabía imprimir toques de misterio y dramatismo en la secuencia.
Era claro por qué él había buscado una amante, esta mujer se veía más joven, elegante y cariñosa. En las siguientes imágenes aparecían abrazados, sentados sobre la mullida cobija. Los pies de ella jugueteaban con las hojas. Su naturalidad sería la envidia de nuestra estirada amiga.
Al unísono levantamos las copas, dimos un sorbo triunfal antes de ver la última imagen. En esta los dos brindaban. Él de perfil, ella de frente.
Resultaba imposible apartar la mirada del estúpido collar de perlas y la sonrisa de adolescente enamorada de ella.
Jimena estuvo a punto de ahogarse con el trago de tequila. A Juliana se le cayó la foto de las manos, Judith se jalaba los pelos.
–Maldita sea –grité–, el desgraciado detective nos engañó ¿a nadie se le ocurrió darle una foto de la esposa?

 © María Eugenia Mendoza Arrubarrena


viernes, 2 de marzo de 2012

Una historia de taxista

La prima de la secretaria de la asistente del doctor Casimiro Rosado, uno de los funcionarios públicos más influyentes, le contó al taxista que abordé ayer por la tarde para realizar un trayecto que debería durar media hora y se convirtió en una casi pesadilla de dos largas horas, una historia de la que me hubiera gustado conocer más detalles de no haber sido por mi desesperación ante el retraso de una cita que concerté a las seis y que si bien me iba llegaría a las siete pero a la que por fortuna tampoco había llegado la persona con la que me encontraría, quien también se encontraba atrasada por problemas de tránsito. Otra cosa que me angustiaba era el insensible avance del taxímetro y mi incapacidad para bajarme del auto, prácticamente estacionado en medio del puente y caminar un kilómetro y medio con tacones para llegar a la estación más próxima del metro, de manera que no tuve más remedio que permanecer en el enorme estacionamiento en que se había convertido la vía rápida que tomó el taxista para que llegara a tiempo a mi cita.

La historia de marras es la siguiente, va entrecomillada y con el crédito de Belisario Malpica, nombre del taxista, por aquello de las aclaraciones y la autoría del relato, en caso de que sea pura ficción y más si es verdadero:
"Resulta que como todos sabemos el doctor Casimiro Rosado podría pasar inadvertido en cualquier lugar en donde se presentara si no fuera acompañado por prominentes empresarios y políticos, así como custodiado por una docena de guardaespaldas. Eso se sabe porque el hombre es de esos que uno lo ve dice "no daría ni un peso por él" o "aunque la mona se vista de seda..." se carcajeó de su chiste, pero el taxista tenía razón el doctor era de un tipo común, nadie imaginaría que estudió en el extranjero el doctorado en economía y que pesa tanto en las decisiones del país–. Como le decía volteó y se acomodó para que la plática fuera más amena, como de cuates, pero eso sí, no detuvo el taxímetro– el doctor Casimiro Rosado, pese a ser de extracción humilde es un prepotente de primera, trata a las personas que no le van a reportar algún beneficio como si fueran sus esclavas, ni más ni menos. El señor es incapaz de un "por favor" y más de un "gracias". Le encanta hacer alarde de su riqueza, que vaya usted a saber el origen opaco que tiene, pero como está consciente de que un Hugo Boss o un Armani ni le lucen, aunque de todas formas los usa, presume sus aparatitos de telefonía y todas esas porquerías que ahora los ejecutivos usan dizque para trabajar, sí, cómo no, como si los funcionarios supieran sacar raíz cuadrada o redactar sus discursos, si no fuera por sus asesores estarían perdidos... Bueno, pero ¿sabe qué vehículo maneja? –me preguntó como si fuera un secreto, pero preferí decirle que lo ignoraba–, un Bentley, equipadísimo. Dicen que lo quiere más que a su esposa y a sus hijos y por eso no deja que ni su chofer lo maneje, solamente lo saca cuando él va a manejar, si no se traslada en un Mercedes negro, que también adora pero ese sí se lo deja a su chofer, a veces. En ese momento oímos un claxon y el taxista avanzó veinte centímetros. Como le decía, este señor es un pelado. Me enteré que la semana pasada después de una reunión con dos secretarios de Estado y un importante empresario, el doctor Casimiro Rosado estaba tan feliz por los acuerdos a los que habían llegado que los invitó a comer a un restaurante muy exclusivo que está a dos cuadras de su oficina. Como no quería que ningún chofer escuchara la conversación él propuso usar su Bentley. Así que los gallones se treparon al carro y el doctor iba manejando sintiéndose dueño del mundo. Al llegar al restaurante, como es bien barbero el tal doctor Casimiro Rosado –el taxista parecía disfrutar mucho decir el nombre completo del funcionario, se bajó para abrir la puerta del empresario que iba en el asiento del copiloto. En eso se acercó un valet parking y al doctor Rosado se le ocurrió aventarle las llaves del Bentley, al tiempo que le gritaba que si lo rayaba le partía toditita su... Pero ni terminó de soltar la amenaza porque ¿a que ni se imagina qué hizo el valet parking? Le contesté que no podía imaginar nada. Pues que el muchacho cacha las llaves y se las avienta de regreso al doctor y le dice: "los choferes estacionan los vehículos en la calle de atrás, güey". Imagínese usted la cara que hizo el doctor cuando los secretarios y el empresario soltaron una sonora carcajada y le gritaron al doctor Rosado 'a ver, Jaime, ¿lo estacionas tú o el muchacho?'. Y como vieron que el doctor, quien en ese momento se veía más insignificante, estaba a punto del infarto, el empresario le quitó las llaves y se las lanzó a otro valet parking, pidiéndole, ese sí con toda educación, que por favor estacionara el vehículo, porque ese día su chofer era el invitado especial. Entraron al restaurante abrazados, mientras los otros no paraban de reír".
En ese momento los autos comenzaron a avanzar y en un dos por tres llegamos a mi destino. El taxista ya no agregó nada, pero bien que estiró la manota para cobrar lo que me habría costado una comida en el restaurante al que fueron los hombres de la historia, que, por cierto, en ese momento creí se había sacado de la manga para entretenerme.

Pero ahora creo que había algo de verdad en lo que me contó porque hoy por la mañana leí en el periódico que las acciones de una de las empresas del empresario Fulano del Tal habían caído estrepitosamente. No sé pero me parece que ahí se ve la mano negra del doctor Casimiro Rosado.

lunes, 16 de enero de 2012

Catarsis


 Catarsis
© María Eugenia Mendoza Arrubarrena

Cuando Armando llegó a casa encontró a su madre riendo a carcajadas. La cuidadora le dijo que así estaba desde que leyó la carta que sostenía en las manos.
El hombre sintió una gran alegría al verla tan contenta. El Alzheimer, recién diagnosticado, le estaba arrebatando su porte altivo y la actitud soberbia que la habían caracterizado. Después de besar su frente tomó las tres hojas escritas con cuidada caligrafía. Se sentó frente a su madre, quien había pasado de la carcajada a la mirada perdida.

Ciudad de México, verano de 2011.
Señora López de Cosío:
Habrá notado la ausencia de fórmula de cortesía. Pero no se detenga por eso, siga leyendo. En unas líneas más entenderá que no merece estimación o aprecio ni la considero digna de una forma amable para dirigirme a usted.
También le extrañará recibir esta misiva después de treinta años. Probablemente usted no recuerde mi nombre, aunque estoy segura que en alguna ocasión pensó en lo que hizo y una mueca triunfante se habrá dibujado en su, hoy, arrugado rostro, aunque tal vez solo sea inexpresivo, debido al botox.
Le confieso que soy la primera sorprendida. ¿Por qué dedicarle unos minutos y dejar evidencia escrita de lo que sentí durante aquellos minutos tan amargos como injustos que me prodigó? Tal vez ahora se asome un connato de sonrisa triunfal al pensar que me provocó un daño permanente, dadas mi edad y falta de experiencia. Pero no, no crea que tuvo tal impacto en mi vida, esa llamada telefónica la superé muy rápido.
Como soy una persona educada le contaré por qué reapareció en mi vida.
Resulta que hoy leí las noticias, ¡oh, Dios!, me topé con una escalofriante. No obstante, al terminar de leerla fue imposible esconder una sonrisa catártica.
La nota decía que una madre de familia fue atacada en su casa de Coapa, por la furiosa novia del hijo menor –seguro ahora ex novia–. La jovencita tundió a golpes a la mujer de 40 años. La golpiza solamente la dejó maltrecha y desgreñada, según los paramédicos. Tras exhaustivo examen médico se confirmó que no hay heridas graves ni fracturas. La chica declaró, en su defensa, que esa mujer le llamó por teléfono la noche anterior para prohibirle ver a su hijo, un chico de dieciocho años, pues “él es un niño bien mientras ella era una pobretona oportunista sin oficio ni beneficio que sólo le hacía perder el tiempo”.
¿Le parece familiar la historia?
Claro que usted no recibió ninguna visita de ese tipo, por lo menos no de mi parte, pero ¿cuántas llamadas telefónicas similares habrá hecho?
Le refresco la memoria. Hace treinta años, cuando Armando y yo teníamos quince nos conocimos, ahí en su casa de Coapa, una casa monona, recuerdo, pero nada que indicara que él y su familia pertenecieran a la nobleza ni al jet set. La fiesta era para celebrar el cumple de Armando, el final de la secundaria y su ingreso a la prepa. ¡Tres festejos en uno!
Yo también había terminado la secundaria, fui aceptada en la prepa y había cumplido los quince una semana antes sin vals, ni chambelanes, ni vestido vaporoso, vaya, sin fiesta. De manera que cuando bailé con Armando canciones de Blondie, Bee Gees y otros grupos de la onda disco me imaginé con un hermoso vestido azul, tan cursi como ampón, en mis quince, con el chico más guapo de todos, porque de veras que su hijo era un galán, en su tipo.
Habremos bailado como dos horas sin parar cuando me preguntó si quería salir a caminar. Acepté.
Esa noche de verano fue mágica. No sé si la luna brillaba como nunca o siquiera si había luna, pero como soy quien reconstruye el recuerdo quiero dejar sentado que así fue.
Memoria selectiva.
Había llovido y en el ambiente predominaba el perfume a tierra húmeda. Soplaba un viento fresco. Nuestras manos entrelazadas se sentían muy bien. ¿De qué hablamos? No recuerdo nada. Pero ¿sabe qué recuerdo perfectamente? Mi primer beso, que también fue el primero de Armando.
Es cierto que el primer beso nunca se olvida. Si soy objetiva debo admitir que ese beso fue más bien baboso, desesperado y torpe. Me dejó sin aliento por la sorpresa y porque nuestras caras no sabían cómo acomodarse y nuestros anteojos chocaron. Pero con todo, tuvo la belleza indeleble del primer beso. Esa noche sólo hubo uno. Fue la noche de verano del primer beso de un par de ñoños quinceañeros babosos.
Durante cuatro fines de semana fuimos novios. Él me buscaba en mi casa, en una colonia que usted habrá imaginado barrio de quinta. Mis apellidos le parecían corrientes y mi papá no ejercía una profesión que, desde su copetona perspectiva, me asegurara un futuro. Armando era un chico bueno, de buenos sentimientos y ajeno a sus sueños de grandeza. No hacíamos planes de nada. A los quince años, de hace treinta, lo más atractivo del noviazgo era el besuqueo, caminar tomados de la mano, divertirnos  viendo fragmentos de una película, escuchar música. No teníamos dinero, apenas el suficiente para los camiones, las entradas al cine o para un café.
La última vez que salí con él, cuando esperaba que me llamara para decirme que había llegado a casa, después de escuchar su adorada voz grave usted le arrebató el teléfono.
Su voz disonante, aguda, histérica me hizo enmudecer y paralizar.
Recuerdo cada una de sus palabras. No dudó en calificarme de cazafortunas y muerta de hambre. Recalcó que Armandito y yo pertenecíamos a mundos diferentes y distantes. Habló de clases sociales, del brillante futuro de Armando y que no permitiría que una muchacha como yo le impidiera alcanzar sus metas. Me advirtió que jamás volvería a verlo, así tuviera que encadenarlo. Un abrupto clic terminó la tortura. Ignoro si Armando, en un gesto de pudor, colgó o usted deseó imprimir un final dramático a su perorata. Descansé. Luego lloré. Lloré toda la noche. Durante días sentí vergüenza pero tuve que tragármela sola.
En unos días la olvidé, a usted, no a Armando, inolvidable chico de mi primer beso en el verano de hace treinta años.
Hasta ahora que leí la historia de la joven que saboreó en caliente la venganza, tras haber sido insultada, volví a pensar en esa amarga noche de verano.
Ojalá le arda la cara de vergüenza al recordar cómo lastimó a su hijo, quien deseo se haya alejado a tiempo de su dañina sobreprotección.
Hasta nunca.
Nicolasa

Armando se levantó, tomó el cesto de basura y lo vació ante la mirada atónita de su madre.

* Publicado en la antología de cuento breve Verano. Serial Estaciones. BENMA Grupo Editorial, México, 2011




lunes, 2 de enero de 2012

Feliz 2012. Felices lecturas de literatura infantil y juvenil



El mundo es una máquina sorda
sin sentido ni lógica

a veces esperas
y esperas
y esperas 
y esperas 
y esperas
y nada ocurre...
El árbol rojo, de Shaun Tan
 ...

Un día, de la noche a la mañana -nadie supo cómo apareció- toda Tierracalma amaneció dividida
por un muro altísimo, vigilado en ambos lados por topos armados.
 El muro de Tierracalma, de Carlos Marianidis

...

Me gusta mi nombre. Nadie se llama como yo, Flor Blanca, sí... hay muchas niñas con ese nombre. Otras se llaman Flor Azul, Flor Roja, Flor Amarilla o Flor de Honor. Pero Tecuixpo, Copo de Algodón, sólo hay una.

Copo de Algodón, de María García Esperón
...

Al finalizar el disco, con un cuarteto para cuerdas de Beethoven, todos seguíamos pegados a los sillones. No lo podíamos creer. Habíamos pasado casi dos horas juntos y ni nos habíamos molestado, bueno, no mucho, ni dormido, como cuando mi papá comienza a ver una película con nosotros.

El Lindero, de María Eugenia Mendoza Arrubarrena
...

Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector, cualquiera sabe escuchar.
Pero eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes.
Momo, de Michael Ende
...

...Y tal como imaginaba
ahí estaba la estrella sobre la arena dorada.
Al fin el niño había conseguido su estrella.
Una estrella sólo para él.
 Cómo atrapar una estrella, de Oliver Jeffers

...

A Ana le gustaban mucho los gorilas. Leía libros sobre gorilas. Veía programas en la televisión y dibujaba gorilas. Pero nunca había visto un gorila de verdad.
Su papá no tenía tiempo para llevarla a ver gorilas al zoológico. Nunca tenía tiempo para nada.

Gorila, de Anthony Browne 

viernes, 16 de diciembre de 2011

Felicitación navideña 2011

Nochebuenas de diversos tamaños y colores

El espíritu de la Navidad se manifiesta de diversas formas en estos días, lo percibimos en el ambiente festivo, bullicioso y aun ansioso de las calles y centros comerciales, en los buenos deseos de amigos y familiares, en la esperanza renovada.
Que ese espíritu anide en nuestros corazones y se mantenga vivo todo el año es tarea de cada uno de nosotros.
Con la imagen de estas flores anuales, diversas pero esencialmente nochebuenas, deseo a mis amigos una Feliz Navidad.

viernes, 28 de octubre de 2011

La fuerza de una palabra

Durante el funeral de su último hermano recordó la despedida de su madre, en su lecho de muerte.
Todos sus hijos la rodeaban. Los mayores sostenían sus manos, los más pequeños se aferraban a sus pies.
La dificultosa respiración angustiaba a todos, temían que de un momento a otro se diera el fatal desenlace.
Tuvo aliento, sin embargo, para prometer que estuviera donde estuviera, ella vigilaría que nada les ocurriera.
Ahora, setenta años después, se preguntaba qué hubiese ocurrido si su madre hubiese tenido fuerzas para agregar una palabra, una sola palabra.
Miró el féretro de su hermano, quien a los setenta y nueve había muerto de muerte natural en la casa materna, igual que los otros cinco, todos más o menos a esa edad y sin que nada bueno ni malo les hubiera ocurrido en la vida.
Si su madre, quien, como decían todos, tenía boca de profeta, tan sólo hubiese tenido fuerza para agregar una palabra, tal vez las cosas hubieran sido diferentes.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La radio nos hace guapos

Recibió a los invitados en el vestíbulo. No se conocían personalmente. Habían hablado por teléfono dos o tres veces para establecer algunos puntos que tratarían en la mesa de discusión, pero se saludaron como viejos amigos.

Se distrajo al ver que se acercaba uno de los conductores de la última edición del noticiario, el de media noche. Ella lo escuchaba siempre al final, cerca de la una de la mañana, cuando ya había pasado el recuento de los muertos de la jornada, el reporte de las corruptelas descubiertas aquí y allá, las notas del "sabemos lo que hicieron pero igual no pasa nada". Al final de la emisión JL dedicaba diez minutos a buenas noticias, aunque digan que las buenas noticias no son noticias. La veta de este tipo de notas era la cultura. Estrenos de películas, presentaciones de libros, cartelera teatral, invitaciones a conciertos y exposiciones. Entonces su voz de noticiero era sustituida por una voz educada, sensual, sin prisa. Ella amaba esa voz, sobre todo cuando la usaba para decir un poema, leer un microrrelato. En su fantasía, mucho antes de entrar a trabajar en la radiodifusora, lo había idealizado, sin duda JL era un hombre perfecto, no podía ser de otra manera.


Su admiración no decayó cuando lo conoció. Se convenció de que la voz de JL reflejaba mejor que su físico una exquisita belleza de alma, solamente alguien de veras hermoso podía tener una voz así. El día que lo conoció, justo cuando estaba a punto de debutar en la estación, le costó trabajo ocultar la emoción que la asaltaba. Estrechó su mano y no pasó del trillado "mucho gusto", cuando en realidad deseaba lanzarse en sus brazos y agradecerle el regalo que le ofrecía de lunes a viernes cada noche, antes de dormir. JL le brindó una sonrisa un tanto forzada y siguió su camino hacia uno de los estudios de grabación. Pero ella no lo tomó como algo personal, seguramente JL estaba presionado por los acontecimientos que debía reportar. Se sintió tranquila de no tenerlo frente a ella, porque seguramente se quedaría muda y su debut se convertiría en despedida.

En el que ella esperaba sería un segundo encuentro, ahora sí agradable, en el que podrían hacer bromas de locutores, cuando se aprestaba a saludarlo, JL puso ante sus ojos el papel que llevaba en la mano. La señal no podía ser más evidente.

Su sonrisa desapareció. Pese a que sentía que las mejillas le iban a estallar, procuró que sus invitados no notaran su perturbación. Los condujo a una pequeña sala de espera, aislada de las cabinas de transmisión. Ahí ultimaron algunos detalles sobre los temas que abordarían en el programa, aunque ella prefería no hablar demasiado y mucho menos adelantar las preguntas puesto que sentía que eso restaba espontaneidad a la charla.

Unos minutos antes de las nueve les pidió que la acompañaran al estudio de transmisión. El nerviosismo que siempre sentía antes de encender el micrófono se iba diluyendo, adoraba la radio, amaba construir puentes de comunicación entre expertos y el auditorio, gozaba su trabajo.

Ahí estaba él, JL, supliendo al locutor de turno que debía dar el resumen informativo. Cuando la vio parada cerca del productor, ella le sonrió pero él desvió la vista, la ignoró por completo, una vez más.

Con los audífonos puestos se veía todavía más interesante, pensó ella.

Una de las invitadas le preguntó al operador si lo que decían ahí podía escucharlo el locutor. El operador contestó que no. Entonces, con toda naturalidad la invitada dijo: "no cabe duda de que la radio es mágica hace guapos hasta a los más feos. Pero mira qué feo es y con esos aires de diva, se hace todavía más fea la fealdad del tipo". Terminó de decirlo justo cuando JL cerraba el micrófono y el productor, con una sonrisa cómplice, les indicó que ya podían pasar al estudio.


JL tomó las hojas que acababa de leer y salió apresurado, sin mirar a nadie, no como un gesto de timidez ni de respeto al trabajo de otros sino de soberbia, la ignoraba por tercera vez. Se concretó a balbucir "buenas noches".

Fue entonces que ella se animó a decir con su voz clara y fuerte, tiene razón, doctora, "la radio nos hace guapos... qué chasco se lleva el auditorio cuando nos conoce en persona".