De repente se tuvo la posibilidad de decirlo todo a todos, pero bien mirado, no se tenía nada qué decir. Bertolt Brecht (Teoría de la Radio, 1927-1932)


jueves, 21 de octubre de 2010

Se ponchan llantas gratis, en Recuentos urbanos. Antología de cuento breve


Se ponchan llantas gratis*
María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Ciudad de México

Algún placer habrá experimentado al ver que la grúa se llevaba mi carro, que, bueno, es cierto que dejé frente a su entrada, pero sólo fue por el tiempo que me llevó ordenar, pagar y recibir un café en la tienda de la esquina.

No sé qué conexiones tenía, pero al día siguiente me enteré que ningún carro permanece estacionado ahí más de un minuto. Y eso que ni carro tenía.

Yo estaba furiosa. Ella, parada en la entrada, retadora, esperaba mi recriminación. Su discurso fue breve.

–El letrero es una advertencia, a menos que  no sepa leer. Si es el caso dice: “No estacionarse, se usará grúa”.

¿Qué podía responder a tanta elocuencia?

–¿Sabe a dónde se lo llevaron? –, fue lo único que se me ocurrió. Extendió un papel con el domicilio del corralón y los requisitos para reclamar el auto.

Tomé el papel, era obvio que disfrutaba el momento. La miré a los ojos. Mantuvo la mirada. Desvié la vista y sólo en ese momento me percaté de que su cochera no era tal, era un recibidor. Un enorme perchero de pedestal, con una base para paraguas, estaba dispuesto en la entrada, una mesa con un florero y flores frescas ocupaba el centro y al fondo se apreciaba una sala blanca y un sillón negro de piel. Lámparas de pie adornaban el sitio, seguramente dan una atmósfera festiva cuando hay más personas ahí o placentera si sólo lo usan para leer. Esa costumbre de tejer historias cada vez que me asomo a una casa fue interrumpida violentamente por el portazo que casi me da en la nariz.

Estaba furiosa. Esa bruja maldita me iba a costar muy caro. Arrojé el café sobre el letrero. No me sentí mejor. Caminé las dos cuadras que me separaban de mi trabajo. Mientras caminaba leía los letreros en cada entrada de garaje “Se ponchan llantas gratis” era el recurrente.

Le expliqué a mi jefa lo que me había sucedido y le pedí permiso para ir por mi auto. Antes tenía que regresar a mi casa por la factura, los pagos de tenencia, mi acta de nacimiento, comprobante de domicilio… Sin mostrarse muy comprensiva me asignó varias tareas.

A la hora de la comida por fin me dirigí a mi casa en metro, no podía darme el lujo de un taxi, mis seiscientos pesos para sobrevivir el resto de la quincena casi se iban a ir en pagar la multa por obstaculizar una entrada de auto.

Rescaté mi coche y me dirigí a casa. No deseaba regresar al trabajo. Total, faltaba media hora para la salida. Frustrada por el tiempo y la lana perdidos de la manera más tonta, e irresponsable, me diría mi conciencia, lamentaba mi situación. Me sentí muy sola, más sola de lo que regularmente me siento. Sin familia, sin novio, pensé en llamar a Ara.

Al escuchar las grabaciones de la contestadora y del buzón del cel colgué. ¿Quién quiere hablar con máquinas en esas circunstancias? Lo único que me quedaba era llorar a moco tendido.

Nuevo día, nueva actitud.

Quince minutos antes de mi hora de entrada pasé frente a la casa de la bruja. Vi un Mercedes mal estacionado. Me detuve unos metros adelante. 

Apenas me estaba clavando en el estacionamiento de un edificio en remodelación cuando vi que llegó una grúa. Los diestros (aunque a mí me parecen siniestros) oficiales engancharon el vehículo y en unos segundos lo remolcaron. Cuando  lo trepan no hay poder humano que lo baje, a menos que traiga tarjeta y la grúa cargue terminal para  cobrar.

Asustada descubrí al chimuelo, flaco y cochambroso tipo que sonreía junto a mi puerta. Era el franelero que custodiaba la entrada del edificio. Doña Soledad, que vive más sola que una ostra, no se anda con rodeos, es de armas tomar. El urbano e inevitable personaje, se ofreció a cuidármelo y lavármelo. Hubiera querido ignorarlo, pero decente que soy, le dije que no.

A punto de arrancar vi a un señor, que a leguas se notaba era dueño del Meche. Morbosa que soy, esperé. El franelero de la acera del parque le gritó que tocara la puerta. Tocó rabiosamente con los puños cerrados.

La mujer abrió. Soberbia, extendió el papel con las instrucciones. El hombre sacó una pistola. Tres tiros. Con el arma frente a él se abrió paso entre los estupefactos curiosos.

Soledad yacía en el umbral.

No lo pensé dos veces arranqué y me alejé de ahí. Mala ciudadana que soy.

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*Publicado en: Recuentos Urbanos. Antología de cuento breve. Compiladoras Herlinda Dabbah Mustri y Susana Arroyo-Furphy, México, Palabras y Plumas Editores, 2009, pp. 155-157
Versiones en inglés y rumano, publicadas en la revista Horizonte Literario Contemporáneo 



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